domingo, 30 de octubre de 2016

La filosofía en la democracia ateniense.

La filosofía en la democracia ateniense
-La democracia ateniense
-Los sofistas
       -la educación
       -la retórica
       -el relativismo moral
       -la religión
-Sócrates
       -la educación
       -la dialéctica
       -los males de la democracia
       -el juicio
       -la muerte
La democracia ateniense
La filosofía adquirió gran importancia en la vida ciudadana cuando los atenienses, en el siglo V a. C., instituyeron la democracia.
           Grecia era en ese entonces un conjunto de polis o ciudades-estado. Cada ciudad era un Estado con su régimen político y sus leyes, aunque todas compartían una misma cultura, pues la lengua, la religión y la poesía de Homero eran comunes a todas las polis. Una persona era espartana o tebana o ateniense, y todas ellas eran griegas, pertenecían a la Hélade, nombre con que se conocía a Grecia como comunidad cultural; los no griegos del resto del mundo eran bárbaros, considerados gente inferior.
           La sociedad de cada polis estaba formada por aristócratas o nobles, el pueblo, llamado demos, y los esclavos. Los nobles eran libres, ricos y vivían en el ocio; poseían tierras y esclavos que trabajaban para ellos. Los miembros del demos eran libres y generalmente pobres, no eran propietarios de tierras ni de esclavos y trabajaban en la agricultura o desempeñando oficios para subsistir; los campesinos tenían que pagar a los aristócratas por ocupar la tierra que cultivaban, y cuando no podían hacerlo se convertían en esclavos. El gobierno era ejercido por un rey o por los aristócratas, nunca por el demos, y también eran los nobles quienes componían el ejército, pues en aquella época la guerra estaba bien considerada y era una fuente de gloria y honor. El pueblo no participaba, pues, del gobierno ni del ejército.
           En el siglo V a. C. los atenienses derrocaron la oligarquía, que significa gobierno de los grandes, e instituyeron la democracia, una organización política en la que todos los hombres libres, pertenecieran a la nobleza o al demos, se consideraron iguales a la hora de gobernar. Esta igualdad política fue posible porque un legislador llamado Solón abolió la esclavitud por deudas, y también porque en las guerras médicas contra los persas los nobles necesitaron que el demos tomara las armas y se incorporara al ejército; tras la victoria griega, el demos de Atenas exigió y obtuvo el derecho a gobernar.
           En la democracia ateniense los ciudadanos se gobernaban a sí mismos haciendo y obedeciendo leyes que proponían, debatían, votaban y aprobaban en asambleas. La asamblea, que se reunía semanalmente, tenía poder absoluto para decidir todos los asuntos relativos a la colectividad, desde el precio del grano hasta hacer una guerra o establecer el culto a un nuevo dios. También la justicia era ejercida por todos los ciudadanos; todos los ciudadanos eran jueces, y por sorteo formaban parte durante un año de tribunales de justicia compuestos por quinientos miembros.
           Los nobles vivían en el ocio y disponían de tiempo para ejercer sus funciones políticas y judiciales de ciudadanía, pero muchos miembros del demos tenían que trabajar y no estaban por tanto en igualdad de condiciones respecto a los nobles para desempeñar sus labores como ciudadanos. Por ello la democracia instituyó para los pobres un subsidio por ciudadanía, les pagaba por ir a la asamblea y por formar parte de los tribunales, de modo que pudieran trabajar menos y disponer también de tiempo para desempeñar las actividades públicas. El Estado ateniense pudo hacer esto porque era rico, ya que Atenas tenía colonias que pagaban impuestos. Cuando estas colonias se independizaron y Atenas se empobreció por esta causa y también por los gastos de la guerra del Peloponeso contra Esparta, que duró veinticinco años, el subsidio por ciudadanía se obtuvo de impuestos que los nobles se vieron obligados a pagar y terminó por abolirse, con lo cual la vida de los ciudadanos pobres en poco se diferenció de la de los esclavos, siendo ésta una de las circunstancias por las cuales la democracia terminó por morir.
           En la democracia ateniense los ciudadanos se gobernaban a sí mismos y gobernaban todos, pero no todos los habitantes de Atenas tenían la condición de ciudadanos, de la que gozaban solo los varones libres; las mujeres libres, los extranjeros y los esclavos de ambos sexos no eran ciudadanos. Los extranjeros o metecos eran griegos no atenienses procedentes de otras polis; eran ricos y se establecían en Atenas para dedicarse al comercio, la navegación, la educación o el arte; estaban bien considerados y gozaban de prestigio social, pero no se les concedió ningún derecho político ni ningún derecho de propiedad: no podían ir a la asamblea ni participar en los tribunales, ni podían comprar terreno alguno en suelo ateniense. Para ser ciudadano había que ser varón hijo de padre y madre atenienses.
           Juzgando estos hechos sin anacronismo, con los valores de entonces y desde la realidad social de la Antigüedad, la democracia ateniense supuso un gran avance en la humanidad  al considerar por primera vez en la historia que todos los hombres libres, no solo los nobles y los ricos, eran iguales y tenían los mismos derechos y deberes como ciudadanos.
           En toda democracia el poder político viene dado por la palabra, es decir, la influencia que una persona o grupo tenga para lograr que se convierta en ley lo que le parece que está bien depende de su capacidad para expresar con fuerza y claridad su opinión acerca de los asuntos que se debaten; esta es una condición imprescindible para influir en los demás y convencerlos, logrando así que una opinión se convierta en mayoritaria.  Por eso en la democracia ateniense la participación e influencia en los asuntos políticos requería que los ciudadanos tuvieran cultura y supieran hablar. Eso sucede en toda democracia; toda democracia digna de tal nombre requiere que los ciudadanos sean cultos, motivo por el cual el fundamento de esta organización social y política es la educación de los ciudadanos.
           Saber hablar era imprescindible también para tener poder e influencia en los asuntos judiciales. En la democracia ateniense no existía la especialización en los diferentes papeles que se desempeñan en la justicia: los jueces, como dijimos, eran ciudadanos que por sorteo y anualmente constituían los tribunales, y no existía el cargo de fiscal o de abogado defensor; quien denunciaba a otro y lo llevaba a juicio lo acusaba directamente, y los acusados se defendían a sí mismos.
           Por ello en la democracia ateniense los ciudadanos necesitaban dominar la palabra, ser diestros en el arte de hablar bien, llamado elocuencia, oratoria o retórica. En un principio había especialistas en el arte de la palabra, los logógrafos, a quienes acudían los ciudadanos incultos cuando querían influir en la asamblea en asuntos que les concernían o cuando necesitaban acusar a alguien en un juicio o defenderse de una acusación. Los logógrafos componían un discurso adecuado a lo que su cliente quería conseguir y éste se lo aprendía de memoria, pues en aquel entonces la escritura era una adquisición reciente, la cultura era sobre todo oral y la memoria estaba muy desarrollada en las personas. Pero en el transcurso de la democracia apareció otro tipo de profesionales de la palabra, especialistas no en componer discursos sino en dar cultura y en enseñar oratoria a los ciudadanos que lo requirieran, de modo que éstos fueran autónomos a la hora de desempeñar sus actividades cívicas. Estos profesionales de la palabra fueron los sofistas.
Los sofistas
           Los sofistas, figuras importantísimas de la democracia antigua, eran extranjeros que se establecían en Atenas para educar a los ciudadanos, dotándoles de las herramientas necesarias para desenvolverse en ese sistema político. De este modo transformaron la educación tradicional.
           La educación que hasta entonces se impartía estaba reservada a los nobles, cuyos niños eran instruidos en casa por un preceptor en lectura, aritmética, música, gimnasia y en la poesía de Homero; si los jóvenes querían dedicarse a la política eran iniciados en ese arte por algún estadista amigo de la familia. Esta educación funcionaba en sociedades aristocráticas, donde se considera que la virtud cívica o capacidad de ser un buen ciudadano, es decir, la aptitud para desempeñar con eficacia las actividades públicas, es algo que se adquiere, como las propiedades materiales, porque se hereda.
           Los sofistas transformaron radicalmente esta concepción y práctica de la educación. En su mentalidad la virtud cívica no se adquiere porque se hereda sino porque se aprende, y todo aquel que se afane en ello puede adquirirla; según ellos el buen ciudadano no nace, se hace; no es el linaje sino la educación lo que hace a un hombre capaz de desempeñar bien sus funciones cívicas. Por eso enseñaban en la calle, no en las casas, a todo aquel que quisiera aprender, y cobraban por sus servicios. En la Antigüedad el dinero no tenía el valor ni el prestigio de que ahora goza; los ricos lo eran por su sangre, por sus tierras y por sus esclavos, no por su dinero; el dinero era la riqueza de las clases populares que desempeñaban oficios y estaba considerado como bajo e innoble; por otra parte, la sabiduría era para los griegos lo más alto y noble a lo que un hombre puede aspirar, y mezclarla con el dinero pareció inaceptable a muchos; de ahí que los sofistas, que ofrecían sabiduría a cambio de dinero, fueran apodados “prostitutos del saber”.
           Los sofistas enseñaban a sus clientes cultura general y elocuencia, es decir, el arte de hablar bien, denominado, como dijimos, retórica u oratoria.
           La retórica consiste en argumentar la propia opinión y en descalificar con argumentos las opiniones contrarias. El objetivo de este arte de la palabra no es alcanzar la verdad sino persuadir, es decir, convencer a otros de la opinión que uno tiene de las cosas, así como escuchar las opiniones de otros y, en caso de que nos convenzan, cambiar la propia. La retórica no busca la verdad sino la persuasión. Los sofistas creían que no existe una verdad sino distintas opiniones acerca de las cosas, y que la palabra sirve para fundamentar, defender y desechar opiniones. Negar que existe la verdad, o que la verdad pueda conocerse en caso de existir, es una forma de ver el conocimiento, una postura epistemológica que se denomina escepticismo, y se opone a la postura epistemológica, denominada dogmatismo, que afirma que existe una verdad y puede conocerse. Los sofistas eran, por tanto, escépticos.
           Tampoco creían los sofistas que el bien y el mal -los valores morales- sean universales, es decir, únicos, absolutos e iguales para todos; según ellos esos valores son particulares, relativos a cada hombre o comunidad de hombres, múltiples y variables de un hombre a otro o de una comunidad a otra. Esta postura ética se denomina relativismo moral y se opone al dogmatismo moral, que considera que el bien y el mal son universales.  Quienes creen que los valores morales son los mismos para todos fundamentan el bien y el mal en la religión, la ciencia, la tradición o el modo de ser de las cosas, es decir, consideran que algo es bueno o es malo porque así lo califican los dioses y sus sacerdotes, los expertos, los antepasados, o porque las acciones y las cosas son intrínsecamente buenas o malas.
           Los sofistas, relativistas éticos, creían que el origen de los valores morales es el hombre, que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Es cada hombre y cada colectividad de hombres quien, en virtud de lo que considera conveniente o perjudicial, califica las cosas y las acciones como buenas o malas. Hay pueblos, decían los sofistas, que consideran bueno el incesto y lo convierten en norma para las clases nobles, y otros que repudian dicha práctica; cosas aparentemente evidentes, como que matar es malo o que un veneno perjudica, no lo son tanto si atendemos a casos en que alguien mata en defensa propia o en que un veneno, nefasto para una persona sana, remedia sin embargo el padecer de otra enferma. El bien y el mal no son, pues, propiedades de las cosas sino de nuestras relaciones con ellas, no son absolutos sino relativos.
Además, las cosas no son buenas o malas como son duras o amarillas; la dureza o el color son cualidades objetivas que las cosas poseen intrínsecamente, pero el bien y el mal no son cualidades de las cosas sino calificativos que nosotros les añadimos, por lo que los valores morales no son objetivos sino sujetivos.
           Lo mismo que dicen de las normas morales lo afirman los sofistas de las leyes políticas, que varían de una comunidad a otra. Es el hombre y no la naturaleza quien hace las normas por las que regirse en sociedad. Las leyes no vienen dictadas por la naturaleza, no son naturales, son producto de acuerdos que los hombres convienen, son convencionales. También en cuestiones sociales y políticas “el hombre es la medida de todas las cosas”.
           En Grecia -y así fue en todo el mundo hasta el siglo XVIII- la religión era una cuestión de Estado y no una creencia que los individuos profesan libremente. Para tomar decisiones políticas se invocaba a los dioses y se buscaba su consentimiento, de modo que los actos públicos, incluida la asamblea, empezaban con ceremonias a uno o varios dioses, puesto que la religión griega era politeísta. Uno de los rituales de esas ceremonias era la mántica o adivinación.
           Los sofistas no participaban de esta mentalidad y criticaron la religión de distintas maneras:
           -Protágoras decía que no se puede saber con certeza que los dioses existan ni tampoco que no existan. La verdad acerca de los dioses es según este filósofo irresoluble, puesto que la vida es muy breve para dilucidar un asunto tan oscuro. Esta postura religiosa, que mantiene que no podemos demostrar ni la existencia ni la inexistencia de los dioses, se llama agnosticismo.
           -Pródico era ateo. Decía que los dioses son en realidad hombres, hombres que hicieron o descubrieron algo que fue beneficioso para todos y fueron honrados por ello con el rango o categoría de dioses.
           -Critias también era ateo. Según él los dioses son una invención de los gobernantes, útil para que la gente obedezca las leyes y no cometa delitos incluso cuando nadie los ve. Esta consideración de los dioses como instrumentos del Estado se denomina teoría utilitarista de la religión, y la mantuvo también Maquiavelo veinte siglos después, en el Renacimiento.
           - Casi todos los sofistas criticaron la mántica, calificaron esta práctica como una forma de superstición.
           No creer en los dioses o desacreditar la religión era un grave delito que se pagaba con la muerte. Por ello Protágoras tuvo que salir de Atenas, muriendo, por esas ironías de la vida, por huir de la muerte, ya que el barco en el que huía naufragó. Anaxágoras, que no era sofista, fue denunciado por decir que el sol es una bola de fuego y no un dios, y también fue denunciado Sócrates por no creer en los dioses de la ciudad.


Sócrates
           Era hijo de un escultor y de una partera, por lo que pertenecía al demos. Se cuenta que se dedicó a la filosofía para resolver una sentencia del oráculo de Delfos, santuario del dios Apolo, que le resultó enigmática. En dicho oráculo una sacerdotisa o pitonisa escuchaba las cuestiones que los creyentes planteaban, entraba en trance para comunicarse con Apolo y luego transmitía la respuesta del dios a la cuestión planteada. Lo que llevó a Querofonte -amigo de Sócrates- al oráculo de Delfos fue saber quién era el más sabio de los hombres, y la respuesta de la pitonisa tras su trance fue que el más sabio de los hombres era Sócrates. Cuando Sócrates lo supo pensó lo siguiente: ¿Cómo puede decir Apolo que yo soy el más sabio de los hombres si yo sólo sé que no sé nada? Y, puesto que Sócrates creía que los dioses no mienten, inició su vida pública para indagar qué es lo que él sabía que los demás no supieran.
           Sucediera realmente o no este episodio, y fuera o no éste el motivo que le incitó a filosofar, lo cierto es que Sócrates pululaba al igual que los sofistas por las calles de Atenas como educador de los ciudadanos. Pero Sócrates no cobraba por enseñar ni enseñaba lo mismo que los sofistas.
           Sócrates enseñaba por amor, no por dinero, a discípulos, jóvenes aristócratas, que acudían a él movidos por el afán de saber.  Aunque de aspecto feo, poco agraciado y desaliñado, y aunque era objeto de burlas y chistes por parte de sus conciudadanos, Sócrates tenía una vida interior intensa y una personalidad arrolladora; su carisma y su magnetismo fascinaban a sus discípulos, que estaban unidos al maestro por inquietud intelectual y por fuertes lazos de afecto.
           Sócrates buscaba, como los sofistas, formar buenos ciudadanos, educar a los atenienses en la ciudadanía, capacitarles para el correcto desempeño de la vida pública y política. Pero no enseñaba retórica y la criticaba. Sócrates disentía de la manera sofista de educar porque, a diferencia de los sofistas, él sí creía que hay un verdad y un bien común por encima de los distintos intereses y opiniones, y creía que a ese bien común se llega haciendo uso de la razón. La palabra era también para él el centro de la vida pública y el objetivo de la educación, pero creía que los ciudadanos deben hablar bien no para persuadir a los demás de la propia opinión, sino para buscar entre todos, usando la razón y dialogando, el verdadero bien común por encima de los intereses y opiniones de cada cual. Para Sócrates enseñar consistía en desarrollar la razón de los ciudadanos mediante el diálogo, y por eso su método recibe el nombre de Dialéctica.
           Para llegar al bien común el método dialéctico sigue dos tramos o pasos, tiene dos momentos: en primer lugar los ciudadanos deben hacerse conscientes de su ignorancia, es decir, de que sus opiniones, convicciones y juicios acerca de lo que es bueno y conveniente para todos no están fundados en la verdad ni en la razón; una vez que sepan esto, estarán preparados para el segundo paso, que consiste en construir, dialogando racionalmente, un verdadero bien común. El primer paso del método de Sócrates consiste, pues, en desmontar las creencias y opiniones no fundadas en la razón que los ciudadanos mantienen, y el segundo paso en construir entre todos el bien común mediante la razón.
           Para desmontar las opiniones fundadas en intereses particulares y en prejuicios y no en la razón, Sócrates interrogaba a los atenienses sobre los conceptos que utilizaban en la vida pública y en particular en la asamblea -el valor, la amistad, lo conveniente o la piedad-, demostrándoles que en realidad no sabían definir esos conceptos y por tanto no sabían en qué consistían. Por ejemplo, a un ciudadano que había defendido en la asamblea que todos debían ir a la guerra porque así lo mandan el valor y la dignidad, Sócrates le preguntaba qué es el valor y qué es la dignidad; el ciudadano interrogado respondía, y Sócrates, con argumentos lógicos, le hacía ver que en realidad no sabía qué es el valor o qué es la dignidad, que no había pensado a fondo en lo que decía, que usaba esos conceptos porque “se usan”, sin examen propio ni crítica, que sus juicios eran en realidad prejuicios basados en la tradición, la costumbre o la moda y no en la razón y que, aunque creía saber de lo que estaba hablando, en realidad no lo sabía. De este modo Sócrates comprendió que, en efecto, era el más sabio de los hombres, pues era el único que no sabiendo nada era consciente de su ignorancia, mientras los demás eran ignorantes pero no lo sabían.
           Para construir entre todos el bien común es necesario saber de qué hablamos cuando hablamos, referirnos todos a lo mismo cuando usamos las palabras, es necesario saber qué significan las palabras que usamos, definirlas. Para definir las palabras Sócrates dice que debemos partir de las cosas concretas y  particulares, por ejemplo un cuadro bello, una flor bella o un bello efebo, y llegar a los conceptos, abstractos y generales, en este caso al concepto de belleza. Si manejamos conceptos que todos entendemos por igual podremos contrastar la realidad con ellos; por ejemplo, si sabemos lo que es la belleza podremos saber si determinado cuadro es bello o no, o si sabemos qué es la justicia podremos saber si determinada acción o decisión es o no justa, y estaremos todos de acuerdo. De este modo conoceremos la realidad en lugar de limitarnos a opinar sobre ella, y las decisiones que tomemos colectivamente serán racionales, no pasionales o interesadas por parte de algunos que demagógicamente las imponen sirviéndose de la retórica; serán decisiones unánimes que responderán al bien común y no a los intereses de algunos o de la mayoría. Sólo de este modo la democracia tiene futuro en lugar de ser, como era y es, un nido de corrupción, algo inevitable cuando los ciudadanos no comprenden en qué consiste el bien común y persiguen su interés particular en primer lugar y por encima de todo.
           La vida pública de Sócrates como filósofo consistía en despertar la razón en los ciudadanos de la democracia para que resolvieran los asuntos públicos de manera sensata y reflexiva. Este proceder resultaba molesto a los atenienses, que apodaron a Sócrates “el tábano de Atenas”, apodo que el filósofo recibió de buen grado, pues dijo que Atenas era un caballo perezoso y enfermo que él acicateaba para que sanara y diera lo mejor de sí.
           Las enfermedades o males que Sócrates detectó y criticó en la democracia son los siguientes:
           -Los ciudadanos buscan a través de la política riqueza, fama o poder, no el bien común.
           -El consenso o acuerdo colectivo acerca de las cosas públicas no se obtiene dialogando racionalmente sino mediante la demagogia, que consiste en convencer a todos mediante una buena oratoria de que el bien particular de quien habla es el bien común, de que lo que conviene a quien habla conviene a todos.
           -Se confunde la deliberación con la injuria. Deliberar consiste en estudiar un asunto, analizarlo e intercambiar razones sobre cómo resolverlo. Pero en democracia no suelen abordarse los problemas de este modo; no se atiende a qué sucede y a qué se dice sobre lo que sucede sino sobre todo a quién lo dice, y así el “diálogo” político, más que resolver problemas, lo que busca sobre todo es descalificar al contrario.
           -La ciudadanía a veces se considera por encima de la ley y la transgrede, lo cual genera caos y desorden social. Es cierto que en democracia todos los ciudadanos hacen la ley decidiéndola por mayoría en la asamblea, pero esa ley está por encima de todos los ciudadanos, que deben obedecerla hasta que la cambien o deroguen por el procedimiento regular.
           -Los ciudadanos no saben razonar, por lo que utilizan frecuentemente falacias, es decir, razonamientos falsos y engañosos con apariencia de verdaderos, para defender sus opiniones.
           -La vida política en la democracia es una competencia y una pugna por el poder y no la cooperación entre los ciudadanos en pro de la mejor vida posible para todos.
           Sócrates creía que estos males se eliminarían o menguarían si los ciudadanos cultivaran el razonamiento correcto, el pensamiento propio y el bien común, es decir, si hicieran de la política un diálogo digno y coherente basado en la deliberación y la cooperación. Pero a la vez dudaba de que los ciudadanos quisieran realmente hacer política de esta forma y movidos por estas metas, por lo que afirmó que la democracia y en general la política está corrompida y solo es capaz de generar más corrupción, por lo que incitaba a la abstención política y jamás participó en la asamblea.
           En el año 399 a. C. Sócrates fue denunciado por tres ciudadanos, Anito, Mileto y Licón, que recogiendo un sentir popular le acusaron de dos cargos o delitos: ateísmo por no creer en los dioses de la ciudad y corrupción de la juventud. Su juicio, como todos, corrió a cargo de un tribunal popular compuesto por quinientos miembros, de los cuales, tras llevarse a cabo la acusación y la defensa reglamentarias, 220 votaron a su favor y 280 en contra suya, por lo que por mayoría Sócrates fue considerado culpable de los delitos que se le imputaban y condenado a muerte.
           Sócrates fue acusado porque era un personaje incómodo, un ciudadano molesto. No pertenecía a los defensores de la democracia ni a quienes se oponían a ella, que eran las dos facciones en que se encuadraba cualquier ciudadano “normal”. Era independiente políticamente, tenía sed de razón, no de poder, era muy crítico con el funcionamiento de la democracia y además muy insolente con sus conciudadanos, pues no tenía reparos en ridiculizarlos públicamente cuando demostraba con sus interrogatorios que eran unos ignorantes. Además, algunos de sus discípulos estuvieron implicados en dos golpes de Estado que se llevaron a cabo para derrocar la democracia y restaurar la oligarquía, y aunque Sócrates no estuvo de acuerdo con los golpes de Estado y predicaba que las leyes no se cambian con la violencia, mucha gente atribuyó la conducta política de sus discípulos a sus enseñanzas.
           Por otra parte, en el 399 a. C. ya había finalizado la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta, pero Atenas estaba exhausta y empobrecida por veinticinco años de una guerra que además perdió. En tales circunstancias son frecuentes los disturbios, la histeria, el miedo a lo nuevo y el afán de seguridad; las sociedades padecen en momentos así un malestar emocional grave y muy extendido que las conduce a buscar chivos expiatorios, es decir, gente a la que culpar de todos los males. Y los chivos expiatorios fueron en ese momento los reformadores de la educación, los filósofos que criticaban las tradiciones y las creencias comunes, tenían una mentalidad laica y educaban a los jóvenes de un modo radicalmente nuevo. De ahí que Protágoras, Anaxágoras, Eurípides, Sócrates y muchos otros fueran denunciados ante la asamblea más o menos por la misma época.
           De todas formas y manteniendo lo dicho, Sócrates murió porque en el fondo quiso, ya que podía haber eludido la condena. En primer lugar podía haberse defendido durante el juicio con un discurso destinado a infundir clemencia en sus jueces, pero Sócrates no hizo ninguna concesión al sentimentalismo; por el contrario, lo que dijo en su discurso de defensa fue que era un ciudadano irreprochable, que sus jueces eran ignorantes a los que no reconocía el derecho de juzgarle y que la “pena” que merecía su conducta era ser tratado como los vencedores de los juegos olímpicos. En segundo lugar Sócrates podía haber huido como Protágoras, o pagado una fuerte suma para librarse de la muerte, suma que sus discípulos reunieron, pero no aceptó una cosa ni la otra porque mantenía que las leyes deben cumplirse siempre y en todo caso, y fue coherente con esta convicción hasta el final. Es probable que, teniendo setenta años y la amarga vejez por delante, decepcionado de algunos de sus discípulos más queridos y desesperanzado acerca de la capacidad de los hombres para vivir dignamente, Sócrates, que no tenía miedo a la muerte, no tuviera tampoco apetito de vivir y considerara que aquel era un buen momento para morir. Para los griegos la vida no terminaba por la decadencia del cuerpo sino por la indignidad de la existencia, y es probable que, por los motivos expuestos, Sócrates determinara que sus días habían llegado hasta allí. Por eso, con absoluta serenidad, ingirió cicuta, veneno con que se ejecutaba a los ciudadanos de su condición, un amanecer en su celda rodeado de discípulos impresionados  y entristecidos. Uno de estos discípulos era Platón.

https://docs.google.com/document/d/19b8iF_RpXpk3UV3txP4_Qa8opUOX0QLSCYJLXdJuomY/edit